Sé que para algunas culturas, especialmente las de origen anglosajón ó caucásico, el dejar el hogar a los 18 o 19 años para ir al College o a la Universidad es algo normal, pero para culturas como la nuestra, es decir, la guatemalteca, dejar el hogar familiar sólo es permitido bajo dos puntos de vista, el primero, por matrimonio, para terminar incómodamente, en la casa familiar de la pareja la mayor parte de las veces; y el otro, por estudio, trabajo o cualquier otra situación similar. Si no estamos bajo estas circunstancias, la mayoría de guatemaltecos, estamos mal vistos, a los hombres se nos toma de borrachos libertinos, y a las mujeres como carentes de moral, así que por convencionalismo social nos tenemos que quedar en el nido familiar hasta bien entrados los 30 o 40 años, y si no nos casamos o nos vamos por trabajo o estudio en ese rango de edad, seguro que nos quedaremos por toda la eternidad como un mobiliario permanente, como si fuésemos una puerta o un inodoro, cuidando la desvencijada casa familiar, e instalados en un nido-cueva como pichones grandotes, panzones y grotescos pidiendo constante alimento y dinero para comprar cigarros y guaro, a los ancianos padres, con el riesgo de ser tachados en la terrorífica categoría de “vestir de santos” o el “Soltero maduro hueco seguro”. La mayoría de los que se quedan a tan alta edad en su casa, tienden a padecer de una extraña alergia a los benignos rayos del sol de las primeras horas de la mañana y por ende padecen fuertes comezones cuando tienen que acudir a actividades tan inhumanas y crueles, llamadas trabajo, es por ello que se dedican con un entusiasmo inusitado a ser testigos presenciales de lo que ocurre en el parque más cercano (no puedo evitar pensar que quienes se quedan más allá de los 30 años en la casa familiar, les gusta vestir con camisa tipo polo blanca a rayas, pants de El Zeppelin, mocasines con flequitos al frente, y calcetines blancos, y en casos de extremo frío un suéter de lana o chumpa de nylon con algún estampado de la NBA; en el caso de las mujeres es más difícil determinar la moda, así que lo dejo a criterio de quien este leyendo esta entrada).
La semana pasada tuve las reflexiones antes dichas, y me angustió sobremanera pensar que debía vestir pants de El Zeppelín, ya que además de ser tremendamente feos, ya no se encuentran con tanta facilidad, así que sin darme tiempo a mi mismo para recapacitar sobre lo que implica abandonar el hogar, abrí bien los ojos a los anuncios de “SE RENTA…” pegados en las paredes de la calle, y para sorpresa mía, en una de las calles más antiguas y emblemáticas de la desordenada y desequilibrada Xela, vi con la misma emoción que siente una pulga al ver una rolliza canilla, el letrero verde con letras color azul que decía “SE RENTA APARTAMENTO LLAMAR XXXX-XXXX”, no lo dudé, marqué el número telefónico, y como es en todos estos casos, me contestó una voz de comerciante de ultratumba que al principio me pareció grosera pero después sólo cruel. Con nerviosismo, como si estuviese confesando un vergonzoso pecado o dando explicaciones por no haber usado desodorante en una tarde calurosa, pregunté sobre las condiciones de renta del apartamento, las cuales me parecieron un poco desfavorables, pero por alguna razón, dije que quería llegar a conocerlo. Que puedo decir, el día que me presentaron el apartamento, me enamoré de sus paredes tenues, sus puertas oscuras, su definido contorno vacío, y su aroma virginal de apartamento recién construido. Ese mismo día decidí que lo quería para mí, que era el espacio que toda mi vida había estado buscando, y que fuera lo que fuera yo iba a luchar por poseer su arrendamiento. Cuando anuncié la noticia de mi futuro compromiso e independencia a mis padres, para sorpresa mía (imaginaba ruegos y un llamado a la reflexión) me dijeron que estaba bien, que yo sabía lo que hacía, tanto me extrañaron que al día siguiente de haberme ido lo llenaron de trapos y cosas viejas que ya estaban estorbando en la casa, fue una buena decisión.
Endulce las perspectivas dinerarias del dueño del apartamento quien aceptó hacerme le entrega oficial de mi paraíso personal, así que a los pocos días, subido en un pick-up Toyota, de esos viejos, viejos, viejos conducido por una persona igual de desvencijada, con mi cama, unos sillones un poco somatados pero muy queridos, mi tele, el PS2, y una bolsa de nylon llena de calzoncillos, descendí sobre mi tierra prometida, pero como no hay conquistador sin tripulación o ejército, a la par mía descendieron también los valientes caballeros de la “Mesa del Rincón”, quienes llenos de valentía y misticismo, una vez acomodados los sillones, abrieron un deslumbrante cofre de plástico color amarillo con el estampado “Súper Tiendas Paíz”, y elevaron al hacia el cielo, el misterioso y dorado elixir de la sabiduría y la jovialidad llamado “Gallo”. Mi nuevo hogar fue ungido hasta el amanecer con los vapores etílicos mezclados y el aroma de colilla rancia de cigarrillo. La bendición estaba dada.
Al día siguiente, me percate que era obvio que la responsable del edificio, no era muy creyente de las bendiciones y ritos iniciáticos de los amigos, porque al no más verme me acorraló, y sin mediar palabra, comenzó a azotarme con moralismos e imprecaciones divinas, advirtiéndome que si continuaba con ese tipo de costumbres se vería obligada a desterrarme del paraíso, con la afrentosa marca de fuego en la frente: “Tuvo que regresar a su casa con la cola entre las patas”. Yo no rogué, no demostré ni la más mínima emoción, soporté cada azote y malos deseos con estoicismo, así que sin mediar palabra más que la típica disculpa: “Perdón, no lo vuelvo a hacer”, me encaramé sobre mi semi-brilloso y semi-oxidado corcel de casi treinta años, y emprendí la búsqueda de aventuras en mis nuevos dominios, es decir, fui directo al supermercado a buscar algunas cosillas que son necesarias tener siempre en el castillo: papel higiénico, cenicero, vasos, limones, escoba, pasta dental, sopas instantáneas Ramen (pequeño detalle olvide que para calentar el agua de la sopas se necesita de agua purificada o cuando menos de estufa para hervirla, así que ese día me quede sin comer).
Ya instalado en mi nuevo apartamento, sonreí con satisfacción, me imagine diciéndole esa misma noche a todo el mundo, “tengo apartamento”, volví a sonreír, ahora me dije a mi mismo: “seré sinónimo de estatus, libertad, independencia, libertinaje, y hegemonía universal, bueno, al menos dentro del círculo de amigos”. Ya con esa confianza plena que da sentirse el Master of the Universe, decidí, ya entrada la noche, salir a tomar un par de chelas con el Maestro de Maestros, y mi amiga K. Ya en el bar, el cansancio descendió de un solo golpe, y comencé a sentir el peso de la decisión de abandonar el hogar. Un abismo se abrió sobre mi cabeza, un abismo donde corrían imágenes de cuando era niño, recuerdos de adolescencia, momentos de alegría y risa con mis padres, y mi habitación. Algo comenzó a dolerme dentro de la mente: los recuerdos bellos. Temblé de frío, y comprendí que había cortado de manera definitiva el cordón umbilical. Mi corazón, comenzó a forcejear dentro mi pecho, se inquietó, me insultó, aborreció estar controlado por una mente que sólo quiere libertad. Desfallecí interiormente, nunca antes había sentido la soledad existencial, y tuve necesidad de un abrazo el cual nunca llegó.
Continuará.
(Imagen www.lalectoraprovisoria.wordpress.com autor Carlos Masoch)
La semana pasada tuve las reflexiones antes dichas, y me angustió sobremanera pensar que debía vestir pants de El Zeppelín, ya que además de ser tremendamente feos, ya no se encuentran con tanta facilidad, así que sin darme tiempo a mi mismo para recapacitar sobre lo que implica abandonar el hogar, abrí bien los ojos a los anuncios de “SE RENTA…” pegados en las paredes de la calle, y para sorpresa mía, en una de las calles más antiguas y emblemáticas de la desordenada y desequilibrada Xela, vi con la misma emoción que siente una pulga al ver una rolliza canilla, el letrero verde con letras color azul que decía “SE RENTA APARTAMENTO LLAMAR XXXX-XXXX”, no lo dudé, marqué el número telefónico, y como es en todos estos casos, me contestó una voz de comerciante de ultratumba que al principio me pareció grosera pero después sólo cruel. Con nerviosismo, como si estuviese confesando un vergonzoso pecado o dando explicaciones por no haber usado desodorante en una tarde calurosa, pregunté sobre las condiciones de renta del apartamento, las cuales me parecieron un poco desfavorables, pero por alguna razón, dije que quería llegar a conocerlo. Que puedo decir, el día que me presentaron el apartamento, me enamoré de sus paredes tenues, sus puertas oscuras, su definido contorno vacío, y su aroma virginal de apartamento recién construido. Ese mismo día decidí que lo quería para mí, que era el espacio que toda mi vida había estado buscando, y que fuera lo que fuera yo iba a luchar por poseer su arrendamiento. Cuando anuncié la noticia de mi futuro compromiso e independencia a mis padres, para sorpresa mía (imaginaba ruegos y un llamado a la reflexión) me dijeron que estaba bien, que yo sabía lo que hacía, tanto me extrañaron que al día siguiente de haberme ido lo llenaron de trapos y cosas viejas que ya estaban estorbando en la casa, fue una buena decisión.
Endulce las perspectivas dinerarias del dueño del apartamento quien aceptó hacerme le entrega oficial de mi paraíso personal, así que a los pocos días, subido en un pick-up Toyota, de esos viejos, viejos, viejos conducido por una persona igual de desvencijada, con mi cama, unos sillones un poco somatados pero muy queridos, mi tele, el PS2, y una bolsa de nylon llena de calzoncillos, descendí sobre mi tierra prometida, pero como no hay conquistador sin tripulación o ejército, a la par mía descendieron también los valientes caballeros de la “Mesa del Rincón”, quienes llenos de valentía y misticismo, una vez acomodados los sillones, abrieron un deslumbrante cofre de plástico color amarillo con el estampado “Súper Tiendas Paíz”, y elevaron al hacia el cielo, el misterioso y dorado elixir de la sabiduría y la jovialidad llamado “Gallo”. Mi nuevo hogar fue ungido hasta el amanecer con los vapores etílicos mezclados y el aroma de colilla rancia de cigarrillo. La bendición estaba dada.
Al día siguiente, me percate que era obvio que la responsable del edificio, no era muy creyente de las bendiciones y ritos iniciáticos de los amigos, porque al no más verme me acorraló, y sin mediar palabra, comenzó a azotarme con moralismos e imprecaciones divinas, advirtiéndome que si continuaba con ese tipo de costumbres se vería obligada a desterrarme del paraíso, con la afrentosa marca de fuego en la frente: “Tuvo que regresar a su casa con la cola entre las patas”. Yo no rogué, no demostré ni la más mínima emoción, soporté cada azote y malos deseos con estoicismo, así que sin mediar palabra más que la típica disculpa: “Perdón, no lo vuelvo a hacer”, me encaramé sobre mi semi-brilloso y semi-oxidado corcel de casi treinta años, y emprendí la búsqueda de aventuras en mis nuevos dominios, es decir, fui directo al supermercado a buscar algunas cosillas que son necesarias tener siempre en el castillo: papel higiénico, cenicero, vasos, limones, escoba, pasta dental, sopas instantáneas Ramen (pequeño detalle olvide que para calentar el agua de la sopas se necesita de agua purificada o cuando menos de estufa para hervirla, así que ese día me quede sin comer).
Ya instalado en mi nuevo apartamento, sonreí con satisfacción, me imagine diciéndole esa misma noche a todo el mundo, “tengo apartamento”, volví a sonreír, ahora me dije a mi mismo: “seré sinónimo de estatus, libertad, independencia, libertinaje, y hegemonía universal, bueno, al menos dentro del círculo de amigos”. Ya con esa confianza plena que da sentirse el Master of the Universe, decidí, ya entrada la noche, salir a tomar un par de chelas con el Maestro de Maestros, y mi amiga K. Ya en el bar, el cansancio descendió de un solo golpe, y comencé a sentir el peso de la decisión de abandonar el hogar. Un abismo se abrió sobre mi cabeza, un abismo donde corrían imágenes de cuando era niño, recuerdos de adolescencia, momentos de alegría y risa con mis padres, y mi habitación. Algo comenzó a dolerme dentro de la mente: los recuerdos bellos. Temblé de frío, y comprendí que había cortado de manera definitiva el cordón umbilical. Mi corazón, comenzó a forcejear dentro mi pecho, se inquietó, me insultó, aborreció estar controlado por una mente que sólo quiere libertad. Desfallecí interiormente, nunca antes había sentido la soledad existencial, y tuve necesidad de un abrazo el cual nunca llegó.
Continuará.
(Imagen www.lalectoraprovisoria.wordpress.com autor Carlos Masoch)